Si hace tiempo que no visitas este blog (lógico, por otra parte), que sepas que acabo de publicar 3 entradas 3 del tirón. La primera de ellas es esta.
Cali no me gustó especialmente, aunque tampoco le di muchas oportunidades. No estaba yo muy gayasperu, hace un calor bestial y, entre otras cosas, están obsesionados con la salsa. Salsa por doquier. Salsa a todas horas y en todas partes. Salsa por las avenidas, salsa por los bulevares… Salsa. Si te mola mucho (muchísimo) la salsa, pues guay, pero si no, te pone la cabeza como un bombo.
Para el resto de colombianos la salsa caleña es demasiado técnica. Y para los caleños la verdadera salsa, la única y plenipotenciaria, es la de Cali. Una noche fui a un local de salsa (de miranda, claro, e incluso tuve que rechazar alguna invitación a bailar -Pacón es mi segundo apellido-) y es cierto que bailan muy complicado, pero también muy vistoso y elegante, y las chavalas como que llaman más la atención cuando bailan. Y cuando la gente sale a bailar por la noche no se andan con pijadas de charlar ni de emborracharse ni de nada. No, salen a bailar hasta que les sangren los juanetes. Cali también es una meca para todos aquellos guiris que flipan con la salsa y que terminan siendo más fundamentalistas que los propios caleños, de lo cual vi varios ejemplos. Entre ellos Bethany, una gringa que había conocido en Sucre (Bolivia), que me volví a encontrar en el local de salsa y que mientras hablaba conmigo no perdía de vista la pista de baile.
Los siguientes párrafos salen desde lo más hondo de mi espíritu de viajero. Son declaraciones sangrantes, con el corazón en la mano, desnudando mi alma, escarbando en mis más hondos sentimientos… Así que para enfatizar el dramatismo de los párrafos que siguen, recomiendo pulsar el play del siguiente reproductor:
INICIO DE NOTA EMOTIVA
En Cali empecé a tener serias conversaciones conmigo mismo. Algo no iba bien del todo. En una de los concilios me di cuenta de que ya no estaba disfrutando del viaje como en otros tiempos o, quizás más bien, como yo considero que se debe disfrutar. Eso no significaba que no lo estuviera pasando bien, sino que poniendo en un brazo de la balanza el disfrute y en el otro las dificultades que uno se encuentra a diario, pues ya no estaba equilibrada del todo. Cosas como el calor (muy agobiante, la verdad), la lluvia, las cuestas continuas o los problemas mecánicos, que antes consideraba parte integrante de cualquier viaje en bicicleta y, por ello, males menores y fácilmente asumibles, cada vez me iban pesando más. Un simple pinchazo a destiempo se convertía en un drama.
Y el calor sofocante no daba ni un respiro.
Ya sé que insisto mucho sobre el calor, pero donde yo crecí no hay esto y a mí me sienta fatal. De hecho, no entiendo cómo puede vivir gente en estos sitios. Como ya he dicho otras veces, el calor condiciona absolutamente mi horario de viaje. Tengo que madrugar para aprovechar la fresca de la mañana (que a menudo no es ni siquiera fresca), parar en las horas centrales del día buscando sombra y una brisa inexistente y a las 3 o 3 y media continuar y apurar hasta que se haga de noche, a las 6 y media. Al final son muy pocas horas de pedaleo diario y la mayoría de los días tengo que acampar ya de noche, que no mola nada. Además, las noches son muy largas, de 12 horas. Esto, que en una población no afecta nada, cuando estás acampado por ahí es bastante incómodo. Son demasiadas horas a oscuras, sin mucho que hacer.
Otra cosa más que puede parecer paradójica y que ya he introducido en alguna entrada anterior es la relación con la gente. El colombiano es, por definición, una persona cálida, simpática y muy amorosa con el extranjero, lo que facilita enormemente el viaje por el país. Pero eso mismo, junto con su desparpajo natural, hace que satisfagan su curiosidad sin cortarse un pijo. Eso implica que si me siento a descansar durante una hora en una plaza de un pueblín, voy a estar una hora hablando con gente. Y si fueran dos horas, pues dos horas sin parar de responder las mismas preguntas una y otra vez.
Siempre he dicho que me tomo esto como una misión y que me obligo a ser igual de simpático y dicharachero, aunque haya veces que por diversas circunstancias (cansancio, operación que requiere concentración, día autista…) no me apetezca nada. Ellos no tienen la culpa de que no sea el momento adecuado para darme la brasa. Pero recuerdo un día que fue especialmente duro. Se me ocurrió acampar junto a una tiendina, a escasos metros de un retén militar. Bueno, pues cada 15 minutos aparecía un grupo de cuatro soldados, diferentes cada vez, y mientras unos compraban en la tienda, los otros me preguntaban; pero cuando los de la tienda salían, se acercaban a preguntarme, uno por uno. Y así grupos de cuatro uno tras otro. Y, por supuesto, las preguntas eran siempre exactamente las mismas, aderezadas con un montón de ijoepucha y verrrraco, claro. Al final acabé respondiendo con monosílabos y cuando ya no podía más me metí en la tienda.
Con este tema tengo sentiemientos encontrados. Prefiero que la gente sea agradable y comunicativa, por supuesto, pero para viajar así creo que es mejor un término medio que esta simpatía tan radical y arrolladora. El caso es que esto también me llegó a agobiar y me hizo añorar las soledades patagona y altiplánica.
Otro factor no menos importante es la señardá, la terrible añoranza de Asturias y de todo lo que allí tengo, que llevaba arrastrando desde hacía un montón de tiempo. Exceptuando las zonas de desierto, no podía evitar reconocer (frecuentemente de manera forzada, lo admito) elementos asturianos casi en cada rincón de las zonas por las que viajaba. Siempre había algo en el paisaje que me recordaba a Asturias. Quien haya leído este blog con frecuencia estará un poco hartito de este tema, pero ye lo que hay.
Y no sólo en el paisaje. Un ejemplo: las paisanas mayores del Eje Cafetero hablan con un acentazo asturiano central acojonante. Lo digo en serio. Y sí, sólo las paisanas. No pretendo ir de Profesor Higgins , pero a Azatoth pongo por testigo que está entre el acento de Vallobín y la barriada Cataluña de Trubia. Ah, y pancima en Medellín dicen mancada para un golpe fuerte. Toma ya.
El punto álgido de la señardá fue cuando escuché un podcast de Carne Cruda (QEPD) en el que Javier Gallego Crrrrrrudo se iba a la Marcha Negra a hablar con los mineros en su entrada en Madrid: nudo en la garganta, presión en el pecho y ojos candy-candy. Fueron sólo 8 minutos, pero 8 minutos duros como la antracita.
Por último, pero no menos importante, está el tema del viaje a Europa en barco. Resulta que ya en Perú se me ocurrió la acojonante idea de volver a casa en barco de vela. Desde hace tiempo sé que muchos propietarios de embarcaciones de recreo y capitanes de embarcaciones ajenas, necesitan tripulación para ciertas travesías; y entre ellas es muy típica la del Atlántico. Normalmente no se necesita experiencia previa y sólo se comparten gastos de comida, combustible y atraque. Los únicos requisitos suelen ser: no marearse, saber cocinar, limpiar y hacer guardias. No me puedo imaginar un final de viaje más perfecto.
Así que desde Perú ya no concebía otro medio de transporte para llegar a Europa. Iba entrando cada poco en varios sitios web (aquí, o aquí) de gente que busca barcos y barcos que buscan gente y veía que pintaba bastante bien. Sin embargo, a partir de julio dejó de haber anuncios de barcos que iban a Europa. Tirando del hilo me di cuenta de que la temporada de huracanes en el Caribe se extiende desde junio a diciembre, siendo el periodo agosto-octubre el más calentito. Una de las motivaciones principales en las últimas etapas de mi viaje era precisamente esa, la recompensa de un viaje en barquín de vela hasta cualquier puerto europeo. Pero no, de repente esa posibilidad de final de viaje se esfumó como lágrimas en la lluvia.
En fin, que poniendo todos los factores en la ecuación y dando valores aproximados a las variables, me di cuenta de que quizás no me estaba mereciendo tanto la pena continuar. Como ya he dicho otras veces, estando solo es difícil identificar los estados de ánimo. Sin referencias de vida cotidiana sedentaria -a mí al menos- me resulta muy difícil llegar a este tipo de conclusiones. Pero el caso es que después de una ronda de negociaciones en la que fueron escuchadas todas las partes, decidí por consenso lo siguiente: desde Cali iba a continuar viajando muy atento a las sensaciones; si veía que iba guay, pues continuaría hasta el Caribe (Cartagena, Santa Marta…) y si no, pues a tomar por saco: transporte a Bogotá, avión, casa. Y punto.
Como contrapunto, pongo una serie de fotos de mariposas. Para todos, pero un poco más para Isa, por supuesto.
FIN DE NOTA EMOTIVA
Y con esas me fui de Cali hacia la costa pacífica. Nuevo ascenso de la Cordillera por el Kilómetro 18 (famoso en el mundillo ciclista colombiano), que aproveché para hacer en fin de semana porque varias personas me alertaron sobre posibles robos al pasar por uno de los barrios.
Aprovecho para decir que otra cosa de los colombianos que me congratuló sobremanera es la afición brutal al ciclismo que hay a lo largo y ancho del país. En todas las zonas con montaña (prácticamente todo el centro del país) se ven por las mañanas ciclistas de carretera subiendo los puertos. Y, como ya he contado anteriormente, los fines de semana junto a las grandes ciudades, ya es una locura de ciclistas, mucho más jevi que, por poner un ejemplo aleatorio, así por decir alguno, Asturias. El mundillo amateur de competición en ruta está organizadísimo, con ligas departamentales y todo. Y en el profesional, aunque ya están empezando, está claro que en breve empezarán a destacar a lo bestia en Europa y esta vez ya no se les llamará Los Escarabajos.
Pero no sólo hay globeros. Los colombianos rurales usan la bici para trasladarse a los campos donde curran y, a diferencia de otros lugares de Latinoamérica, aquí no se arredran ante las cuestas y no ponen pie a tierra a la mínima. Por todas partes se ven paisanos vestidos de agricultores sobre bicis antiguas de carreras. Llegué a ver varias Macario y una Eddy Merckx montadas por paisanos con ruana y machete. Recuerdo especialmente una paisana que me crucé, coronando un puerto sobre una bmx minúscula, metiendo riñón y resoplando como una locomotora, pero coronando.
Al otro lado del Kilómetro 18 se baja hacia Buenaventura por uno de los caminos más guapos de todo el viaje. Un camino en desuso que cruza parte del Chocó, una de las zonas más lluviosas del planeta (llueve unas 15 veces más que en Oviedo, al loro) y que, sin embargo, a mí me respetó bastante. A pesar de lo salvaje del sitio no había muchos bichos. Sé que tengo el listón muy alto y que nada resiste la comparación con el Bosque Chiquitano de mis amores, pero no entiendo que cruzando 150 km de pura selva húmeda (humedísima) haya ese silencio.
Fue gracioso de este camino tener que pasar obligatoriamente por debajo de la cascada de la foto.
La razón de acercarme al Pacífico fue la curiosidad por ver la zona negra de Colombia. Aquí, como en Ecuador, tras el fin de la esclavitud (de aquella esclavitud) muchos de los negros liberados se fueron a vivir a la costa. Desde la salida de Cali, una ciudad bastante blanca, hasta la llegada a Buenventura, el gradiente de color de la gente vira hacia el negro negrísimo. Sin embargo el carácter no sufre variaciones: todos igual de alegres y simpáticos.
Aunque ya me habían avisado, Buenaventura me sorprendió por ser uno de los sitios más asquerosos donde he estado en toda mi vida. Es el principal (y casi único) puerto del pacífico colombiano. Eso implica que la población está compuesta principalmente por camioneros, marineros, estraperlistas y prostitutas (algunas de ellas muy muy muy jóvenes). Hay tanta vida nocturna como diurna y la ciudad entera está muy sucia y huele a maquinaria. Los hoteles baratos son casi todos por horas y el resto no son nada baratos.
Aun así, me pareció un sitio muy interesante, lo más parecido a un puerto pirata tal como me los imagino. Por supuesto, me emborraché, me hice un tatuaje, me peleé y me fui de putas, aunque no recuerdo en qué orden.
Salí de Buenaventura cagando trito. Hacia el Este, así que vuelta a subir la Cordillera. En este ascenso utilicé por primera vez los camiones como remonte. Nunca lo había hecho y es más fácil, más divertido y mucho menos peligroso de lo que parece. Sólo hay que elegir uno con la velocidad adecuada, con buen agarradero y con el último eje metido padentro. Cuando te cansas te sueltas y esperas a que pase otro. Muy entretenido.
Llamé a Don Víctor, el paisano aquel que me encontré en una carretera unas semanas antes y que me dijo que me invitaría a comer. Fui al punto de encuentro y el lugar donde me llevó resultó ser una finca de 300 ha, mitad vocación ganadera, mitad reserva natural de iniciativa privada (Reserva Natural de la Sociedad Civil Los Chagualos). Es decir, don Víctor cercó hace unos años gran parte de la finca y dejó que la naturaleza siguiera su curso. Ahora varios de los montes de su propiedad son bosques de apenas 10 a 20 años, pero ya cerradísimos.
El resto de la finca son potreros para pasto del ganado, principalmente cebuíno, que es el que mejor se adapta al trópico, aunque en muchos sitios hacen cruces con parda alpina, que aquí llaman suiza.
Un bel cebú
El sitio es guapísimo y muy agradable.
Debo añadir que la finca está en una zona muy castigada en su momento por los paramilitares y, actualmente, hace frontera (más o menos) con un área controlada por las FARC. Durante esos días en sitios muy cercanos las FARC quemaron 15 coches de una compañía eléctrica y reventaron una presa, aunque entre los habitantes de la zona no se notaba especial alarma.
La gestión y manejo de la reserva está a cargo de la Fundación Constructores de Paz, «organización sin ánimo de lucro, que busca contribuir en la construcción de entornos de paz y convivencia ciudadana y de conservación ambiental con participación comunitaria».
Durante esos días hice un repaso de la situación y constaté que las sensaciones que iba teniendo respecto al viaje en bici eran las mismas que antes de llegar a Cali, así que tome la determinación de acabar mi viaje en Medellín, que aunque está a apenas 700 km del Caribe, me la refanfinfló no llegar al mar.
Estuve varios días en los que intimé con don Víctor y con la familia de Luvín, guardeses y organizadores de la finca. Me trataron de absoluto lujo. Intimé bastante con los guajes, arreglé (casi) sus dos bicis, bebí leche de vaca todas las mañanas, di largos paseos por las tierras de don Víctor, vi bastantes pájaros nuevos y folgué a dolor. Una guinda muy buena para el final del viaje. Una vez más, me costó mucho marchar.
Algunos pocos días más de pedaleo metiéndome hacia las montañas del oeste para evitar en lo posible el calor y las vías principales. Las inmensas llanuras del Valle del Cauca son terrenos de cultivo extensivo, con fumigación desde avionetas y todo. Gracais a esto hay multitud de pistas de tierra por las que evitar la Panamericana y resto de carreteras principales. Sin embargo, en la zona azucarera se te ponen de corbata cada vez que te adelanta un Tren Cañero.
The train kept a-rollin’ (pero la de Motorjez)
Llevaba varias semanas viendo carteles como ese. Me hacía gracia, claro, pero no entendí a qué se refería hasta que me metí en esta zona en plena zafra. Notas que un tren te va a adelantar porque el suelo empieza a temblar antes de que te percates de lo que está pasando. Luego te adelanta lentamente, un vagón tras otro, y finalmente te comes la nube de polvo.
Bajo Pijao mola. Y hay un Fredonia, como el país de Sopa de Ganso
La etapa de llegada a Medellín resultó ser la más jevi de todo el viaje: apenas 80 km, pero con 3 puertazos de casi mil metros de desnivel cada uno, una tromba de agua brutal cuando ya tenía la ciudad a la vista y 10 horas totales de pedaleo efectivo. Acabé como Walter (esta para Margó) pero disfruté un montón y fue otra guinda para el final de viaje.
En Medellín caí casualmente en el mejor hostel de todo el viaje. Los currantes todos colombianos, jóvenes, guapos, marchosos, modernos y muy majos. Pasé unos días cojonudos con ellos y con un grupo de madrileños bastante marchosos; con de todo: cevezas, conciertos, paseos por la ciudad, salidas en bici, fiestones… Entre ellos un concierto de la cantante de Bomba Estereo con el mozo, un dj de NY, que no me moló un pijo, pero que lo pasé pipa. Otra guinda.
La Sara y un servidor, con los ojos desorbitados
Carlos, Beto y Juan, buenos ratos ciclistas y de los otros
Un reloj de sol acojonante. Pablo, al loro
Con esas vacaciones, no acababa de llegar la toma de conciencia de que, efectivamente, el viaje había terminado. Otra cosa más de la que tardé en darme cuenta yo solo. En realidad, sólo fui consciente de ello el día que tuve que recoger todo para irme al autobús que me llevaría a Bogotá.
En Medellín, a pesar de su pasado como sede del cártel de la cocaína más jevi del país, no hay esa sensación de inseguridad que hay en Bogotá. Aquí nadie me dijo que no paseara de noche, ni que no se me ocurriera meterme por la calle de al lado. Por supuesto, hay barrios donde está claro que no hay que ir y, a diferencia de Bogotá, por el centro se ven muchas grupos de adolescentes con muy mala pinta y que dan bastante miedo. Gamines, los llaman aquí.
Pero se nota que la gente está en general más suelta y despreocupada. Eso, el calorín no excesivo y el moderneo que encontré, me rindieron y elegí Medellín como mi ciudad favorita de Colombia y, probablemente, de todo el viaje.
Otro dato: si Colombia es uno de los destinos mundiales favoritos del turismo quirúrgico, Medellín es su capital. Cierto es que en todo el Valle del Cauca abundan los bellezones latinos de piel trigueña, bocas enormes llenas de dientes y ojos negros que se clavan como espadas, pero un segundo examen revela que muchos de los cuerpazos que se contonean por las calles han sido esculpidos a golpe de escalpelo. Esas cinturinas de avispa contrastan mucho con el volumen y la firmeza de bustos y traseros.
No hay más que ver los maniquíes de las tiendas de ropa.
La cultura traqueta (del narcotráfico) ha hecho mucho daño. Pero una cosa graciosa es lo siguiente: lo que en España llamamos tunear el coche, en Colombia se dice engallar el carro, que mola mucho más. Bueno, pues aquí también se dice que los traquetos engallan a sus mujeres, que me hace mucha gracia y que ye tal cual.
Durante 10 días disfruté del hostel y de Medellín y, como decía antes, llegó el día en que, recogiendo mis cosas, por fin me di cuenta de que el viaje había terminado. Aunque sí fue un poco brusco, en realidad no sentí nada especial. Entiendo que mentalmente ya había dado por finalizado el viaje hacía un tiempo. Aunque sólo era dar por finalizada la parte americana, puesto que seguía con intención de recorrer España de Sur a Norte para llegar a mi casa en bici. No sé, el caso es que no sentí ninguna emoción buena ni mala, simplemente me organicé para irme y ya está.
Así que desde Medellín me fui en bus a Bogotá, donde pasé dos semanas tan inesperadas como acojonantes. Un guindón.
Nido de avispas gurre (armadillo)
Esta me quiere sonar…
Que relato tan bueno Miguel, fue un placer encontrarte en Medellin y compartir unos dias tan divertidos en ese hostel tan disparatado, las horas de conversación no dieron para tanto como tenias que contar de tu viaje. Nos seguiremos viendo por la peninsula.
Abrazos
tremebundo todo!!!
me partí.
jajaja y como te acordabas tu de lo de Walter? jajaja
Gran viaje!!! Muchas gracias por compartirlo y de un modo tan descriptivo y entretenido, que siempre me sentí viajando contigo.
Lamento no haber conocido tu blog mientras estabas en Santiago para habernos reunido.
Un gran abrazo
Felipe
Gracias Felipe. Sí, es una pena no habernos conocido en Santiago.
Como ves, ya terminé el viaje hace mucho tiempo. Me escribiste un poco preocupado para saber cómo iba. Ahora ya lo sabes.
Si alguna vez caes por Asturias, espero que nos veamos.
Un abrazo.
Muy lindo simplemente me encanto.
Hola Miguel,
Que bueno saber algo de ti, siempre te recordamos con mucho carinio.
Laura (Bol)